miércoles, 13 de febrero de 2013

A cada mujer


A mi sobrina Natalia, 
fuente de inspiración de esta historia y de un profundo amor.



Dicen los que saben, que toda mujer nacida del vientre de esta tierra, es concebida con una porción de elementos en su medida justa y necesaria: un puñado de barro, un soplido de brisa y una luz de estrella en particular. A cada mujer un puñado, un soplido y un retazo de luz de estrella distinto. A cada mujer, una porción diferente y especial.
Cuentan los que saben contar que al sur del río que cruza el continente verde de este a oeste, y al norte de las aguas grandes, nació una pequeña niña. Pequeña y singular. Singularmente bella.
Dicen los que saben contar que ni bien germinó del útero su llanto rasgó el cielo. Pero que ese llanto no se produjo por  miedo, si no por la tristeza que le causaba desprenderse tan tempranamente del tibio vientre materno.
Cuentan…que ese lamento reclamó la atención de la estrella más brillante que temblaba en el cielo del último mes del año; y titiló de amor por esa pequeña. Entonces, decidió hacer algo asombroso y nunca visto en la tierra de los hombres. Resolvió convertir su cuerpo celeste en el cuerpo de un hada. Un hada pequeña pero brillante, y acompañarla todos los días de su niñez. Enseñándole lo más importante que toda mujer debe saber: que jamás estará sola mientras una estrella tiemble de amor en el cielo y que toda su aparente debilidad es apenas el disfraz de una valiente guerrera.
Y así transcurrieron los años, y la dulce niña creció bajo el cuidado de una estrella convertida en hada. Así transcurrieron muchas lunas y muchos soles, mientras ella crecía en belleza y en amor. Quienes la rodeaban comenzaron a preocuparse por las pocas palabras que esta niña mujer dejaba salir de su boca. Ante las preocupaciones ella apenas sonreía, porque sencillamente sabía que era mejor el silencio, porque así las estrellas se escuchan mejor. Sobre todo la suya.
Un buen día esa niña dejó completamente su cuerpo pequeño y se vistió de mujer. Se engalanó con los ropajes de una guerrera. Creció dulce, de ojos rasgados, piel tostada por el sol del meridiano y cubierta de una hermosura que fue la envidia de los mismos astros por varias estaciones.
Esa mañana, su estrella convertida en hada se despidió de ella para siempre, recordándole “Mientras mas sueñes, más oirás mi voz. Ama, ama profundamente. Porque solo así, se hará mas fuerte el barro del que está hecho tu corazón, mas fuerte será el soplido que contienes dentro para sostenerte y mas fuerte brillará la estrella que te acompaña”.
Cuentan los que saben contar, que todas las noches mientras cada mujer duerme, una estrella titila de amor en el cielo. Dicen los que saben, que también hablan a sus corazones, recordándoles lo que nunca deben olvidar. 

sábado, 17 de noviembre de 2012

La siesta de Anahí


A los pies de un cerro tupido de árboles añejos y silenciosos, la alfombra de hierba verde profundo, es surcada por caminos que parecen venas abiertas desangrándose.
En el centro, rodeada de ojos invisibles y atentos, se encuentra una casa. Arropada de un blanco desnudo, techos de teja, columnas blancas y ventanales que dejan entrar un sol intenso y sin censura.
Aves y cigarras se disputan un duelo a muerte con el silencio penetrante y ensordecedor de la siesta.
El frente de la casa es abrazado por un corredor lo suficientemente grande como para permitir en ella el encuentro de varias familias.
A un costado de la casa, se encuentra el “tatacuá”, construido por manos agrietadas por la historia y barro mágico. Posee la propiedad de conservar el olor del maíz cocido, del chipá y el almidón; y condimenta con el sabor de la tierra, todas las delicias que salen de su vientre. Al otro costado, descansa el aljibe que contiene aguas que sacian la sed eterna, y despierta la curiosidad de Anahí, cada vez que asoma sus ojos curiosos en sus bordes.
Para ella, en ese lugar, todo es magia. Allí, la condición humana recupera su sentido original, su sentido mágico. El aire, que nace brisa y se va transformado en viento, huele a harina de maíz cocido a leña; y va recorriendo todos los rincones acariciando y despeinando el oscuro pelo de la pequeña.

En esa siesta, andaba la pequeña Anahí persiguiendo mariposas y declarándose en rebeldía ante el mandamiento siestero del sol ardiente; hasta que descubrió un sonido dulce que conmovió su atención. Movida por la curiosidad que recorre la piel de los niños, fue buscando el origen de la voz. Caminó algunos pasos hasta la casa vecina y allí la descubrió.
Escondida detrás de una columna, se puso de puntas de pie para obsérvala sin ser vista. La escuchó cantar por un rato. La observó lavar ropa en una fuente, como hacían las mujeres de antes, como sabía decirle su madre.
Recordó que su madre le contaba que cuando era niña, y tenía su edad, se iba al río a lavar sus ropas, entonces le pareció oír el sonido del agua deslizándose.
La mujer cantaba en la lengua de su abuela, por eso se le escapaban algunas palabras en el recinto de la memoria, sin dejar ser vistas.
Tomó aire profundo y se animó a pararse de frente a la casa de la mujer que cantaba como una flauta dulce. A diferencia de su casa, el tatacuá y el alambre parecían vencidos por la edad. Era una casa parecida a todas las del pueblo, con manchas de tierra colorada trepándose desde el piso, hacia arriba, caminando por la piel de las paredes.
Anahí se detuvo y quedó en silencio mirando a esa mujer cantar, recordando los cuentos de sirenas que le contaba su madre antes de dormir. Pensó que las leyendas sobre las mujeres que cantan como flauta dulce tal vez sean más reales de lo que ella creía.
Se acercó lo más silenciosa que pudo, hasta que el crujir entre sus pies descalzos y las hojas, anunciaron su presencia.
La mujer se interrumpió a sí misma, detuvo su canto y la miró sonriendo. Con un gesto la invitó a sentarse en una piedra cercana a ella.
Anahí pasó la siesta conversando con esa mujer que cantaba como una flauta dulce. Aprendió tantas cosas que no tuvo más remedio que escribirlas en el recinto de su memoria. Aprendió el origen de su historia, la palabra fundamental de su pueblo: “Ñe’ë”. Aprendió que su significado contiene la entrega del alma. Y que la entrega del alma es lo más sagrado entre las mujeres de carne dulce y sangre de fuego rojo.
También aprendió en aquella siesta y, gracias a la mujer que cantaba como una flauta dulce, unos versos que para no olvidar escribió en las tablas de su corazón y de su memoria:





Tuichaite mba'e niko 
pe okágui jajúrõ 
ha ñande resápe 
jaru jajukuévo 
pykasu veve. Jarurõ avei 
ñane ánga sãre 
sãso pytuhê 
ha ñande pirére 
yvytu resãi

Qué gran cosa es 
si llegamos de afuera 
y en nuestros ojos 
al venir, traemos 
el vuelo de la paloma. 
Si traemos también 
en el yugo del alma 
el suspiro de la libertad 
y en nuestra piel 
la salud del viento*




* fragmento del poema de Feliciano Acosta, “Sãso potapy” (Liberación deseada), del libro Mandu’a rendy:

jueves, 25 de octubre de 2012

El origen de un juego


Mucho antes de que los seres hechos de barro conocieran la memoria, existía un reino en el que Luz y Oscuridad se disputaban el destino y el amor de los hombres. 
Fue entonces cuando un niño, sentado a la sombra de un viejo árbol, comenzó a elaborar las piezas que representarían la disputa de ambos reinos. Cada uno con una característica, cada uno con un movimiento particular. Cada uno con un destino.
El niño pasó varias horas tallando cada una de las piezas. A cada una puso un nombre. A cada una acarició. Tuvo amor por cada una de ellas. Tuvo amor por la Luz. Tuvo amor por la Oscuridad. Tomó un trozo de madera,  y lo allanó. Dibujó sobre él cuadrados,  y a cada uno puso un color, según el reino que representaba.  Aprendió en ese proceso, a amar su propia creación.
Luz y Oscuridad observaron al pequeño creador. Y entendieron que aquella sería la mejor forma de resolver su disputa para siempre: que cada ser, fuera capaz de comenzar, terminar y volver a comenzar, en un pequeño tablero, tan pequeño como cupiera en su corazón, aquella contienda eterna. 

sábado, 6 de octubre de 2012

un árbol nunca muere


A la memoria de Isabel

¿Dónde duele el árbol cuando muere?
duele en sus raíces que recorrieron la tierra
en los anillos que cuentan su tiempo
duele en las ramas que buscaron la luz
en las hojas que brotaron verdes
en sus flores
en sus semillas
en el bosque que lo vio crecer

pero aunque muera
el árbol vive
en la tierra que lo acobijo
en los anillos
que contarán una y mil veces su tiempo
sus historias
vive en la luz que encontraron sus ramas
en las hojas que anduvieron lejos
en las flores que alguien amó
en las semillas en las que volvió a nacer
en el bosque que lo vio crecer
en el viento
en el viento que revolvió sus hojas y se fue

pero aunque muera el árbol
el árbol vive
en la tierra que retiene la memoria del que la habitó
en aquellos que se detienen a contar sus anillos
una y otra vez
sus historias
una y otra vez
en quienes amaron bajo su sombra
en quienes comieron sus frutos carnosos
en los colores que teñían sus hojas
su copa
y el camino
verde
amarillo
y a veces rojo
en el paso de las estaciones por su piel
y en los olores que susurró

porque aunque el árbol muera…
la vida es un circulo
y la tierra no deja nunca de respirar su memoria



domingo, 30 de septiembre de 2012

La tribu de los orpes


A diferencia de la tribu de los guardianes del alma, los orpes no estaban divididos ni en aldeas ni en tareas. Todos eran lo mismo y sus quehaceres se parecían como el agua se parece al mar. Habitaban el desierto que ningún humano vio. Pero se supo que era desértico porque todo era nada en ese lugar.

En el origen, los orpes habitaban el mundo invisible. Cuerpos hechos de espíritu. Espíritus formados de cuerpos. Tan bellos como hasta ahora nadie pudo imaginar. Estos seres tenían la propiedad de tomar la forma de lo que habitaban. Era suficiente con que extendieran parte de sí sobre la materia que deseaban ser, y ellos lograban el pase de espíritu a materia y de materia a espíritu cada vez que lo quisieran. Es así como recorrían atardeceres adquiriendo la forma de todo lo hermoso que existe bajo el espejo celeste que ocupa el cielo: ternuras color celeste, arcoíris multicolor, ríos y volcanes ardientes, cortezas frondosas, cerezos carnosos, sabores del cacao, e incluso, la forma de seres de barro de prominente belleza.

Por razones que se sabrían mucho tiempo después, el poder que les otorgaba el don que los diferenciaba de otros seres, confundió sus almas. Es así como luego de varios cientos de ciclos solares detrás del comienzo de todo lo creado, ellos confabularon en sus almas una idea que tenía el sabor  amargo de una raíz de invierno: despojar al hombre de su memoria, y lograr así que este olvide quien es.
Cuando el Astro Amarillo, de quien nada se puede esconder, descubrió el sentir de sus almas, lloró por primera vez. Es así, como los orpes iniciaron el exilio y la tarea de substraer al hombre la memoria de su origen, para empoderarse sobre él, someterlo y reinar sobre el mundo de lo visible.

Los relatos antiguos y los narradores del sur del continente verde, se valen de su sabiduría y de su arte para advertir a los hombres sobre estos seres. Aunque nada pueden decir de su apariencia. Solo pueden soltar a los cuatro vientos el consejo: que ningún ser nacido del barro quede sin ser nombrado a la hora de su nacimiento. Que ningún ser de barro quede sin escuchar de los labios de los narradores, la historia que los hermana a sus antepasados. Que ningún ser de barro camine por la tierra sin retener la memoria de su origen, en cada paso, en cada despertar y anochecer del sol. Porque cada vez que un orpe extienda parte de sí sobre él, la única forma que encontrará de retener la Vida, será recordando el origen de quien es. 

miércoles, 19 de septiembre de 2012

La tribu de los guardianes del alma


En el origen, la tribu de los guardianes del alma solían habitar las altas cumbres. En la zona austral del continente verde, y a dos distancias al sur, del río que lo surcaba de este a oeste.
Tres clanes entrelazados por los Antiguos: inspiradores de quimeras, atrapadores de sueños y cazadores de emociones; convivían en una perfecta armonía de encargos y quehaceres sobre el alma del hombre. A cada clan, el Astro Amarillo le había asignado una tarea. Cada una de ellas, posibilitaba la eternidad de la memoria, y en su conjunto, el cuidado del alma.
A medida que se multiplicaron, como todo lo que tiene vida en la naturaleza, los guardianes extendieron sus moradas, a los bosques profundos, los altos de montaña y los sueños de los mortales. Después de la rebelión, poco se supo de ellos. No se dejaban ver con facilidad.
Los guardianes lucían una característica que los distinguía de los demás seres: a diferencia de los otros bípedos, poseían tres ojos en forma de pirámide. El tercer ojo, ubicado en el vértice superior de la frente, en dirección al sol, les permitía inmiscuirse en el alma humana. Para los guardianes no era una tarea difícil: con apenas el andar de unos segundos de observación, el sujeto era sometido al letargo de un sueño blando. El movimiento de la magia era apenas perceptible, y era vivido por el hombre o mujer, como un instante en blanco, vacío. La pirámide ocular servía también como medio de comunicación entre los linajes de la tribu. Es decir, los guardianes, se comunicaban entre ellos, sin palabras.

Según los antiguos relatos, los cazadores de emociones eran seres apacibles y sin lenguaje.
Su clan, era el más amigable con los humanos. Ellos, al conectarse con sus verdaderos sentimientos, podían conocer el escondite mas intimo de su ser. Y eran movidos a mayor misericordia, por la debilidad de los seres hechos de barro.
Los atrapadores de sueños y los inspiradores de quimeras, encargados de colocar las utopías en los deseos de los hombres, tenían menos paciencia por la incapacidad de estos para realizarlos.
Los cazadores de emociones eran un clan muy particular. Cazadores y recolectores de las más bellas emociones del alma, su misión consistía en el rescate de lo bello.
El símbolo de su linaje era la dualidad sol-luna. Ellos mismos, eran seres duales. En espíritu y cuerpo.
Pasaban numerosas distancias de luz y sombras, en la tarea de descubrir los más agraciados, puros y cálidos sentimientos que los hombres fueran capaces de respirar. Tomar una parte con la astucia propia de un cazador y almacenarlos en sus cuevas; para luego realizar un inventario. Con el fin, que le había sido asignado: conservar los mejores sentimientos del hombre, y lograr así, conservar la memoria de lo que fue.
Cuando la luz del Astro Amarillo brillaba en el horizonte, se los podía ver en severos entrenamientos, reposos y deleites varios. Ojos y piel color café. Un cuerpo firme y robusto similar al de los dioses del sur. Cubiertos por el maxtle, ropaje de cuero áspero que los asemejaba a la corteza del árbol. Calzando el cactli, que abrazando sus pies, los protegía de los humores extremos de la tierraCon pieles del lobo blanco, arropándolos de las ínfulas del viento.Sus rostros macizos, y ojos rasgados, recordaban la mirada del puma de los montes volcánicos. Aun así, transmitían un espíritu tranquilo, bondadoso y solemne.
La tarea era llevada a cabo por los más adiestrados cazadores, para evitar cualquier impericia en la acción. Cuando la Estrella del horizonte así lo indicaba. Se sentaban alrededor del Fuego Antiguo, situado en la parte más alta de su aldea.  Mediante canciones ancestrales, su espíritu, convertido en puma, se elevaba a los sueños de los hombres, para iniciar allí, su trabajo.
Los cazadores, dejaban sus cuerpos semimortales y tomaban prestado el del puma; mitad alma, mitad espíritu. Y así, recorrían los sueños nocturnos y diurnos de los hombres en búsqueda y a la espera de los frutos más fértiles de sus almas. 

Conversaciones con ella


Es así. Cuando ella golpea la puerta, hay que abrirle. Aunque haga frío. Y el sueño se recueste sobre los hombros de uno. No es fácil saber cuanto ha de quedarse. Cuando habrá de irse. Y si tiene pensado volver. Por mi parte, cada vez que aparece, no importa la hora ni lo que me encuentre haciendo. Simplemente me dispongo a oír lo que vino a decir.
En la última charla que mantuvimos, sostuvo algunas certezas que derivaron en estas líneas sin forma. La singularidad de su belleza suele esconder el golpe de sus palabras. No es sencillo dialogar con ella. Pero créanme que vale la pena.
Curiosamente, esta última vez, me encontró sentada frente al silencio. No tenía mucho para decir.
Le ofrecí un café. Nos acomodamos en el comedor de casa y nos deslizamos en un vendaval de conversaciones, de las cuales solo me quedan algunos rastros en forma de sueños. Pero algunas sentencias han quedado marcadas a fuego en mi memoria.

“La racionalidad acotada del hombre moderno, hace que este se sienta incapaz de enfrentar la libertad de un universo sin límites, tal cual le ha sido dado. El hombre se ha convertido en un manojo histérico de una supuesta debilidad subyacente”, me dijo, con un duro gesto de preocupación. Mientras desplegaba un sinfín de ejemplos, buscando que yo comprendiera las causas de su desvelo.
Se detuvo en lo que hasta ese entonces, para mí, representaba el mayor tirano de todas las épocas: el paso del tiempo. Devorador de historias, de hombres y de mujeres. Que perecen a su paso. Sin que deje de sonar el pulso de su devorador.
Atenta a mis opiniones sobre el asunto, me dirigió su mirada. Tierna, como la de una madre. En ese mismo instante comprendí.
¿Es el tiempo, el que transcurre con una rapidez furiosa? ¿O es apenas el letargo de un atardecer? ¿O somos nosotros, los que caminamos, corremos, saltamos, a través de él? Con él. Sin él. ¿Se detiene el tiempo o nos detenemos nosotros?
Pero no tenemos tiempo para responder esas preguntas, ¿cierto? Porque el “tic tac” avanza mientras escribo estas letras.
Y otra vez ella, señalando el reloj, ilumina mi visión. Y me enseña, que es justamente ese manojo histérico de supuesta debilidad el que nos ha llevado a intentar un orden controlable en todo lo que nos rodea. Por eso el reloj deja oír su “tic tac” a mis espaldas mientras yo intento oírla. Mientras intento crear. Mientras intento vivir.
Ingeniosa forma de acotarnos el tiempo, pensé. Y de decirnos, a nosotros mismos, que tenemos cada vez menos de lo que pretendemos acumular.

Notando mi desconcierto, prosigue y me cuenta, que no es el tiempo el único que ha sufrido esta mutación a manos del hombre. Infinitos universos han sido acotados para hacerlos aprehensibles. Quitándoles toda su potencial belleza y fuerza vital.
Para ello, el hombre ha inventado categorías y sustantivos, sobre todo, los abstractos. Para delimitar la idea de lo bello, de lo sagrado, de nuestra propia divinidad. Y allí se ve al hombre, una y otra vez, inventando cercos. Luchando con hidalguía admirable. Sabiéndose absolutamente perdedor, de una guerra que ni siquiera vale la pena pelear. Y lucha. Y acota. E inventa el sustantivo ante cada aparición que no puede definir. Y le agrega una categoría: lo abstracto. Para terminar alejando de sí, de una vez por todas, la vida.
Entonces ella pregunta: que es la vida, la justicia, la libertad, la soledad, el abuso, el amor, la ansiedad, la apatía, la belleza, el silencio, el placer.
Sustantivos abstractos, respondí.
Con una sonrisa leve me responde. “Si el sustantivo es el núcleo del sujeto. ¿Que pasa si se hace abstracto? ¿A dónde va? ¿Dónde queda el sujeto entonces? ¿Qué une lo abstracto a lo concreto? Si acaso no es el sujeto, entonces quién.
Recordé ideas, que un tal Federico N., sostenía con respecto al lenguaje. Y la imaginé conversando también con él. Y sonreí.

Entonces, si acaso el lenguaje restringe, una de las tareas más exquisitas de un escritor moderno será asimismo la tarea propia de la poesía: liberar el alma del dique que la contiene.
Un dique que crece y se sostiene mientras el hombre abandona a diario la libertad de la tierra, para refugiarse en grandes urbes de concreto. Que despiertan como si fueran un hormiguero al que alguien echó agua hirviendo. Mientras reduce, hasta el hartazgo, la vida a la supervivencia del más fuerte. La justicia a negocio de abogados. La libertad a la elección de un producto. La soledad a la ausencia de ruido. El abuso a una figura legal. El amor a posesión. La ansiedad a una aceleración que asfixia. La apatía a la nada. La belleza a una “tapa playboy”. El silencio a la presencia de ruido. Y el placer a una “triple x” berreta.

Será la tarea de la escritura, entonces, recuperar el uso y sentido de las palabras. Desnudarlas de su abstracción hasta que tengan olor y sabor a humano. Y fluyan como un torrente sanguíneo. Como la savia recorre el árbol. Y huelan como la tierra antes de llover.
Hacer libres a las palabras para que vuelvan a crear. Romperlas. Destruirlas para volverlas a hacer. Para que vuelvan a constituirse en sujetos del núcleo. Y núcleos reales del sujeto. Que lo sostenga. Y lo redima. Sobre todo, de ese manojo antojadizo que le quita el potencial que lo hace capaz de re-crear cualquier cosa. De crear. Arrebatar de las manos de la racionalidad el prejuicio del miedo. Silenciarlo. Y devolver al hombre su capacidad de ser libre, sin límites, en el universo entero que le fue dado. Sin miedos. Sin debilidad. Solo poder subyacente. Un poder que no mate, ni acote. Si no que ligue, una y adose, lo abstracto a lo concreto. Y el amor se haga carne, de una buena vez.  

Bendito el momento en que ella, antes de despedirse, pone en mis manos las mejores armas de creación: las palabras. Palabras libres de toda restricción. Libres, solo libres. Resignificadoras de lo que hemos aniquilado. Capaces de recrear los sentidos y horizontes que nos esperan.

Me despido de mi musa. La veo irse, con mi taza de café casi frío entre mis manos, sentada en mi sillón. Me pregunto cuando volveré a verla. Espero, sea pronto.