A los
pies de un cerro tupido de árboles añejos y silenciosos, la alfombra de hierba
verde profundo, es surcada por caminos que parecen venas abiertas desangrándose.
En el
centro, rodeada de ojos invisibles y atentos, se encuentra una casa. Arropada de
un blanco desnudo, techos de teja, columnas blancas y ventanales que dejan entrar
un sol intenso y sin censura.
Aves y
cigarras se disputan un duelo a muerte con el silencio penetrante y
ensordecedor de la siesta.
El frente
de la casa es abrazado por un corredor lo suficientemente grande como para
permitir en ella el encuentro de varias familias.
A un
costado de la casa, se encuentra el “tatacuá”,
construido por manos agrietadas por la historia y barro mágico. Posee la
propiedad de conservar el olor del maíz cocido, del chipá y el almidón; y
condimenta con el sabor de la tierra, todas las delicias que salen de su
vientre. Al otro costado, descansa el aljibe que contiene aguas que sacian la
sed eterna, y despierta la curiosidad de Anahí, cada vez que asoma sus ojos
curiosos en sus bordes.
Para ella,
en ese lugar, todo es magia. Allí, la condición humana recupera su sentido original,
su sentido mágico. El aire, que nace brisa y se va transformado en viento,
huele a harina de maíz cocido a leña; y va recorriendo todos los rincones
acariciando y despeinando el oscuro pelo de la pequeña.
En esa siesta,
andaba la pequeña Anahí persiguiendo mariposas y declarándose en rebeldía ante
el mandamiento siestero del sol ardiente; hasta que descubrió un sonido dulce que
conmovió su atención. Movida por la curiosidad que recorre la piel de los
niños, fue buscando el origen de la voz. Caminó algunos pasos hasta la casa
vecina y allí la descubrió.
Escondida
detrás de una columna, se puso de puntas de pie para obsérvala sin ser vista.
La escuchó cantar por un rato. La observó lavar ropa en una fuente, como hacían
las mujeres de antes, como sabía decirle su madre.
Recordó
que su madre le contaba que cuando era niña, y tenía su edad, se iba al río a
lavar sus ropas, entonces le pareció oír el sonido del agua deslizándose.
La mujer
cantaba en la lengua de su abuela, por eso se le escapaban algunas palabras en
el recinto de la memoria, sin dejar ser vistas.
Tomó aire
profundo y se animó a pararse de frente a la casa de la mujer que cantaba como
una flauta dulce. A diferencia de su casa, el tatacuá y el alambre parecían vencidos por la edad. Era una casa parecida
a todas las del pueblo, con manchas de tierra colorada trepándose desde el piso,
hacia arriba, caminando por la piel de las paredes.
Anahí se
detuvo y quedó en silencio mirando a esa mujer cantar, recordando los cuentos
de sirenas que le contaba su madre antes de dormir. Pensó que las leyendas
sobre las mujeres que cantan como flauta dulce tal vez sean más reales de lo
que ella creía.
Se acercó
lo más silenciosa que pudo, hasta que el crujir entre sus pies descalzos y las
hojas, anunciaron su presencia.
La mujer
se interrumpió a sí misma, detuvo su canto y la miró sonriendo. Con un gesto la
invitó a sentarse en una piedra cercana a ella.
Anahí pasó
la siesta conversando con esa mujer que cantaba como una flauta dulce. Aprendió
tantas cosas que no tuvo más remedio que escribirlas en el recinto de su
memoria. Aprendió el origen de su historia, la palabra fundamental de su
pueblo: “Ñe’ë”. Aprendió que su significado contiene la entrega del
alma. Y que la entrega del alma es lo más sagrado entre las mujeres de carne
dulce y sangre de fuego rojo.
También aprendió en aquella
siesta y, gracias a la mujer que cantaba como una flauta dulce, unos versos que
para no olvidar escribió en las tablas de su corazón y de su memoria:
Tuichaite mba'e niko
pe okágui jajúrõ
ha ñande resápe
jaru jajukuévo
pykasu veve. Jarurõ avei
ñane ánga sãre
sãso pytuhê
ha ñande pirére
yvytu resãi
pe okágui jajúrõ
ha ñande resápe
jaru jajukuévo
pykasu veve. Jarurõ avei
ñane ánga sãre
sãso pytuhê
ha ñande pirére
yvytu resãi
Qué gran cosa es
si llegamos de afuera
y en nuestros ojos
al venir, traemos
el vuelo de la paloma.
Si traemos también
en el yugo del alma
el suspiro de la libertad
y en nuestra piel
la salud del viento*
si llegamos de afuera
y en nuestros ojos
al venir, traemos
el vuelo de la paloma.
Si traemos también
en el yugo del alma
el suspiro de la libertad
y en nuestra piel
la salud del viento*
* fragmento del poema de Feliciano
Acosta, “Sãso potapy” (Liberación deseada), del libro Mandu’a rendy:
No hay comentarios:
Publicar un comentario