sábado, 17 de noviembre de 2012

La siesta de Anahí


A los pies de un cerro tupido de árboles añejos y silenciosos, la alfombra de hierba verde profundo, es surcada por caminos que parecen venas abiertas desangrándose.
En el centro, rodeada de ojos invisibles y atentos, se encuentra una casa. Arropada de un blanco desnudo, techos de teja, columnas blancas y ventanales que dejan entrar un sol intenso y sin censura.
Aves y cigarras se disputan un duelo a muerte con el silencio penetrante y ensordecedor de la siesta.
El frente de la casa es abrazado por un corredor lo suficientemente grande como para permitir en ella el encuentro de varias familias.
A un costado de la casa, se encuentra el “tatacuá”, construido por manos agrietadas por la historia y barro mágico. Posee la propiedad de conservar el olor del maíz cocido, del chipá y el almidón; y condimenta con el sabor de la tierra, todas las delicias que salen de su vientre. Al otro costado, descansa el aljibe que contiene aguas que sacian la sed eterna, y despierta la curiosidad de Anahí, cada vez que asoma sus ojos curiosos en sus bordes.
Para ella, en ese lugar, todo es magia. Allí, la condición humana recupera su sentido original, su sentido mágico. El aire, que nace brisa y se va transformado en viento, huele a harina de maíz cocido a leña; y va recorriendo todos los rincones acariciando y despeinando el oscuro pelo de la pequeña.

En esa siesta, andaba la pequeña Anahí persiguiendo mariposas y declarándose en rebeldía ante el mandamiento siestero del sol ardiente; hasta que descubrió un sonido dulce que conmovió su atención. Movida por la curiosidad que recorre la piel de los niños, fue buscando el origen de la voz. Caminó algunos pasos hasta la casa vecina y allí la descubrió.
Escondida detrás de una columna, se puso de puntas de pie para obsérvala sin ser vista. La escuchó cantar por un rato. La observó lavar ropa en una fuente, como hacían las mujeres de antes, como sabía decirle su madre.
Recordó que su madre le contaba que cuando era niña, y tenía su edad, se iba al río a lavar sus ropas, entonces le pareció oír el sonido del agua deslizándose.
La mujer cantaba en la lengua de su abuela, por eso se le escapaban algunas palabras en el recinto de la memoria, sin dejar ser vistas.
Tomó aire profundo y se animó a pararse de frente a la casa de la mujer que cantaba como una flauta dulce. A diferencia de su casa, el tatacuá y el alambre parecían vencidos por la edad. Era una casa parecida a todas las del pueblo, con manchas de tierra colorada trepándose desde el piso, hacia arriba, caminando por la piel de las paredes.
Anahí se detuvo y quedó en silencio mirando a esa mujer cantar, recordando los cuentos de sirenas que le contaba su madre antes de dormir. Pensó que las leyendas sobre las mujeres que cantan como flauta dulce tal vez sean más reales de lo que ella creía.
Se acercó lo más silenciosa que pudo, hasta que el crujir entre sus pies descalzos y las hojas, anunciaron su presencia.
La mujer se interrumpió a sí misma, detuvo su canto y la miró sonriendo. Con un gesto la invitó a sentarse en una piedra cercana a ella.
Anahí pasó la siesta conversando con esa mujer que cantaba como una flauta dulce. Aprendió tantas cosas que no tuvo más remedio que escribirlas en el recinto de su memoria. Aprendió el origen de su historia, la palabra fundamental de su pueblo: “Ñe’ë”. Aprendió que su significado contiene la entrega del alma. Y que la entrega del alma es lo más sagrado entre las mujeres de carne dulce y sangre de fuego rojo.
También aprendió en aquella siesta y, gracias a la mujer que cantaba como una flauta dulce, unos versos que para no olvidar escribió en las tablas de su corazón y de su memoria:





Tuichaite mba'e niko 
pe okágui jajúrõ 
ha ñande resápe 
jaru jajukuévo 
pykasu veve. Jarurõ avei 
ñane ánga sãre 
sãso pytuhê 
ha ñande pirére 
yvytu resãi

Qué gran cosa es 
si llegamos de afuera 
y en nuestros ojos 
al venir, traemos 
el vuelo de la paloma. 
Si traemos también 
en el yugo del alma 
el suspiro de la libertad 
y en nuestra piel 
la salud del viento*




* fragmento del poema de Feliciano Acosta, “Sãso potapy” (Liberación deseada), del libro Mandu’a rendy:

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