Es así. Cuando ella golpea la puerta, hay que abrirle. Aunque haga frío. Y el sueño se recueste sobre los hombros de uno. No es fácil saber cuanto ha de quedarse. Cuando habrá de irse. Y si tiene pensado volver. Por mi parte, cada vez que aparece, no importa la hora ni lo que me encuentre haciendo. Simplemente me dispongo a oír lo que vino a decir.
En la última charla que mantuvimos, sostuvo algunas certezas que derivaron en estas líneas sin forma. La singularidad de su belleza suele esconder el golpe de sus palabras. No es sencillo dialogar con ella. Pero créanme que vale la pena.
Curiosamente, esta última vez, me encontró sentada frente al silencio. No tenía mucho para decir.
Le ofrecí un café. Nos acomodamos en el comedor de casa y nos deslizamos en un vendaval de conversaciones, de las cuales solo me quedan algunos rastros en forma de sueños. Pero algunas sentencias han quedado marcadas a fuego en mi memoria.
“La racionalidad acotada del hombre moderno, hace que este se sienta incapaz de enfrentar la libertad de un universo sin límites, tal cual le ha sido dado. El hombre se ha convertido en un manojo histérico de una supuesta debilidad subyacente”, me dijo, con un duro gesto de preocupación. Mientras desplegaba un sinfín de ejemplos, buscando que yo comprendiera las causas de su desvelo.
Se detuvo en lo que hasta ese entonces, para mí, representaba el mayor tirano de todas las épocas: el paso del tiempo. Devorador de historias, de hombres y de mujeres. Que perecen a su paso. Sin que deje de sonar el pulso de su devorador.
Atenta a mis opiniones sobre el asunto, me dirigió su mirada. Tierna, como la de una madre. En ese mismo instante comprendí.
¿Es el tiempo, el que transcurre con una rapidez furiosa? ¿O es apenas el letargo de un atardecer? ¿O somos nosotros, los que caminamos, corremos, saltamos, a través de él? Con él. Sin él. ¿Se detiene el tiempo o nos detenemos nosotros?
Pero no tenemos tiempo para responder esas preguntas, ¿cierto? Porque el “tic tac” avanza mientras escribo estas letras.
Y otra vez ella, señalando el reloj, ilumina mi visión. Y me enseña, que es justamente ese manojo histérico de supuesta debilidad el que nos ha llevado a intentar un orden controlable en todo lo que nos rodea. Por eso el reloj deja oír su “tic tac” a mis espaldas mientras yo intento oírla. Mientras intento crear. Mientras intento vivir.
Ingeniosa forma de acotarnos el tiempo, pensé. Y de decirnos, a nosotros mismos, que tenemos cada vez menos de lo que pretendemos acumular.
Notando mi desconcierto, prosigue y me cuenta, que no es el tiempo el único que ha sufrido esta mutación a manos del hombre. Infinitos universos han sido acotados para hacerlos aprehensibles. Quitándoles toda su potencial belleza y fuerza vital.
Para ello, el hombre ha inventado categorías y sustantivos, sobre todo, los abstractos. Para delimitar la idea de lo bello, de lo sagrado, de nuestra propia divinidad. Y allí se ve al hombre, una y otra vez, inventando cercos. Luchando con hidalguía admirable. Sabiéndose absolutamente perdedor, de una guerra que ni siquiera vale la pena pelear. Y lucha. Y acota. E inventa el sustantivo ante cada aparición que no puede definir. Y le agrega una categoría: lo abstracto. Para terminar alejando de sí, de una vez por todas, la vida.
Entonces ella pregunta: que es la vida, la justicia, la libertad, la soledad, el abuso, el amor, la ansiedad, la apatía, la belleza, el silencio, el placer.
Sustantivos abstractos, respondí.
Con una sonrisa leve me responde. “Si el sustantivo es el núcleo del sujeto. ¿Que pasa si se hace abstracto? ¿A dónde va? ¿Dónde queda el sujeto entonces? ¿Qué une lo abstracto a lo concreto? Si acaso no es el sujeto, entonces quién.
Recordé ideas, que un tal Federico N., sostenía con respecto al lenguaje. Y la imaginé conversando también con él. Y sonreí.
Entonces, si acaso el lenguaje restringe, una de las tareas más exquisitas de un escritor moderno será asimismo la tarea propia de la poesía: liberar el alma del dique que la contiene.
Un dique que crece y se sostiene mientras el hombre abandona a diario la libertad de la tierra, para refugiarse en grandes urbes de concreto. Que despiertan como si fueran un hormiguero al que alguien echó agua hirviendo. Mientras reduce, hasta el hartazgo, la vida a la supervivencia del más fuerte. La justicia a negocio de abogados. La libertad a la elección de un producto. La soledad a la ausencia de ruido. El abuso a una figura legal. El amor a posesión. La ansiedad a una aceleración que asfixia. La apatía a la nada. La belleza a una “tapa playboy”. El silencio a la presencia de ruido. Y el placer a una “triple x” berreta.
Será la tarea de la escritura, entonces, recuperar el uso y sentido de las palabras. Desnudarlas de su abstracción hasta que tengan olor y sabor a humano. Y fluyan como un torrente sanguíneo. Como la savia recorre el árbol. Y huelan como la tierra antes de llover.
Hacer libres a las palabras para que vuelvan a crear. Romperlas. Destruirlas para volverlas a hacer. Para que vuelvan a constituirse en sujetos del núcleo. Y núcleos reales del sujeto. Que lo sostenga. Y lo redima. Sobre todo, de ese manojo antojadizo que le quita el potencial que lo hace capaz de re-crear cualquier cosa. De crear. Arrebatar de las manos de la racionalidad el prejuicio del miedo. Silenciarlo. Y devolver al hombre su capacidad de ser libre, sin límites, en el universo entero que le fue dado. Sin miedos. Sin debilidad. Solo poder subyacente. Un poder que no mate, ni acote. Si no que ligue, una y adose, lo abstracto a lo concreto. Y el amor se haga carne, de una buena vez.
Bendito el momento en que ella, antes de despedirse, pone en mis manos las mejores armas de creación: las palabras. Palabras libres de toda restricción. Libres, solo libres. Resignificadoras de lo que hemos aniquilado. Capaces de recrear los sentidos y horizontes que nos esperan.
Me despido de mi musa. La veo irse, con mi taza de café casi frío entre mis manos, sentada en mi sillón. Me pregunto cuando volveré a verla. Espero, sea pronto.
todo lo que tiene para contar tu alma...
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