domingo, 30 de septiembre de 2012

La tribu de los orpes


A diferencia de la tribu de los guardianes del alma, los orpes no estaban divididos ni en aldeas ni en tareas. Todos eran lo mismo y sus quehaceres se parecían como el agua se parece al mar. Habitaban el desierto que ningún humano vio. Pero se supo que era desértico porque todo era nada en ese lugar.

En el origen, los orpes habitaban el mundo invisible. Cuerpos hechos de espíritu. Espíritus formados de cuerpos. Tan bellos como hasta ahora nadie pudo imaginar. Estos seres tenían la propiedad de tomar la forma de lo que habitaban. Era suficiente con que extendieran parte de sí sobre la materia que deseaban ser, y ellos lograban el pase de espíritu a materia y de materia a espíritu cada vez que lo quisieran. Es así como recorrían atardeceres adquiriendo la forma de todo lo hermoso que existe bajo el espejo celeste que ocupa el cielo: ternuras color celeste, arcoíris multicolor, ríos y volcanes ardientes, cortezas frondosas, cerezos carnosos, sabores del cacao, e incluso, la forma de seres de barro de prominente belleza.

Por razones que se sabrían mucho tiempo después, el poder que les otorgaba el don que los diferenciaba de otros seres, confundió sus almas. Es así como luego de varios cientos de ciclos solares detrás del comienzo de todo lo creado, ellos confabularon en sus almas una idea que tenía el sabor  amargo de una raíz de invierno: despojar al hombre de su memoria, y lograr así que este olvide quien es.
Cuando el Astro Amarillo, de quien nada se puede esconder, descubrió el sentir de sus almas, lloró por primera vez. Es así, como los orpes iniciaron el exilio y la tarea de substraer al hombre la memoria de su origen, para empoderarse sobre él, someterlo y reinar sobre el mundo de lo visible.

Los relatos antiguos y los narradores del sur del continente verde, se valen de su sabiduría y de su arte para advertir a los hombres sobre estos seres. Aunque nada pueden decir de su apariencia. Solo pueden soltar a los cuatro vientos el consejo: que ningún ser nacido del barro quede sin ser nombrado a la hora de su nacimiento. Que ningún ser de barro quede sin escuchar de los labios de los narradores, la historia que los hermana a sus antepasados. Que ningún ser de barro camine por la tierra sin retener la memoria de su origen, en cada paso, en cada despertar y anochecer del sol. Porque cada vez que un orpe extienda parte de sí sobre él, la única forma que encontrará de retener la Vida, será recordando el origen de quien es. 

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